Hoy publicamos nuevo artículo en La Ciudad Viva: “Urbanismo Entrópico”.
“No sabemos a dónde vamos, sino tan sólo que la historia nos ha llevado hasta este punto (…) y por qué. Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad”
Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX
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En 1865, el físico alemán Rudolf Clausius, introdujo el concepto matemático de la “entropía”, ligado a los principios termodinámicos. La palabra derivaba del griego (ἐντροπία) entropien, que significa “transformación, evolución”. Con él, quiso representar el grado de uniformidad con que está distribuida la energía. A mayor uniformidad, mayor entropía. La energía, de este modo, presenta una tendencia continua a equilibrar los distintos niveles de estados de concentración. Y ese fluir energético es el que produce el trabajo.
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“La entropía simboliza el carácter direccional de los procesos físicos”.(Carmen Acedo)
Se establece así una primera característica: para la obtención de trabajo, es decir, para que algo ocurra, es necesaria la diversidad, en este caso, de concentración energética. Es precisamente este movimiento, el que va a tender hacia una homogeneidad y, por tanto, a la quietud, a un grado máximo de entropía. Cualquier diferencia de energía dentro de un sistema aislado tiende siempre a igualarse, por lo que se podría decir que la uniformidad siempre aumenta con el tiempo. Es esta regla general la que fundamenta el llamado “segundo principio de la termodinámica”, que subraya el carácter direccional de los procesos físicos y anula, de modo incontestable, cualquier concepción de un orden cíclico, lo que Borges llamaría un tiempo circular[1].
¿Esta ley natural es aplicable a la ciudad contemporánea?, ¿En qué medida puede entenderse el desarrollo urbano como una metáfora entrópica?
La ciudad actual asiste a dos fenómenos paralelos. De un lado existe una tendencia a formar micro-universos homogéneos; de otro, se produce un progresivo aumento estricto de la desigualdad social. Podría decirse que el segundo principio de la termodinámica urbana, tiende a cumplirse tan sólo en sistemas aislados, en este caso, zonas definidas muy claramente por similitud de condicionantes sociales y económicos. Entonces, ¿cómo responde la ciudad a este fenómeno que, por definición, contradice su propio espíritu? Lo que la caracterizó originalmente fue el espacio público abierto, que posibilitaba la interacción entre diversos, y era esto, concretamente, lo que le otorgaba su especificidad. En consecuencia, una ciudad entrópica pondría de manifiesto el fin (o la privatización) del espacio público.
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“…pero de pronto, somos ya incapaces de comprender por qué todo no está ya en desorden y polvo cósmico”. (Edgard Morin).
Así como los procesos energéticos tienden hacia la homogeneidad, los procesos urbanos parecen derivar en la misma dirección. En este sentido resulta elocuente el plan Haussmann, desarrollado durante el Segundo Imperio en París a mediados del siglo XIX. Dicho plan, que reconfigura la trama medieval parisina y refleja las bondades de un urbanismo moderno, presenta, no obstante, importantes consecuencias sociales. La burguesía, los funcionarios, trabajadores, estudiantes, etc. convivían hasta entonces en un mismo edificio, ocupando diversos niveles según su posición social. En cierto modo, una manzana contenía un conjunto de situaciones heterogéneas capaces de reflejar la complejidad de la sociedad urbana. Sin embargo, la subida de los alquileres de las viviendas, propiciada por el Plan Haussmann, expulsó del todavía prestigioso centro a las clases más desfavorecidas, incapaces de soportar la presión económica y se vieron forzadas a realojarse en la periferia. Se establecieron, de este modo, diversas bolsas urbanas homogéneas e impermeables, sistemas cerrados en sí mismos, y por tanto, situaciones incipientes de descohesión social.
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“La ley de la entropía creciente es simplemente la afirmación de que en todos los procesos naturales el movimiento organizado de las moléculas tiene la tendencia a convertirse en desorganizado o sin orden ni concierto”. (Gamow, G., 1985)
La idea de la periferia y el centro, no tardaría mucho en cambiar. El colapso de los centros históricos y la aparición de nuevos ensanches residenciales volvieron a reformular los sistemas de equilibrio de las ciudades, creando de nuevo universos autónomos, oasis paradisíacos para unos, al mismo tiempo que espacios concentración de desventaja social para otros. La periferia, antes destinada a las clases desfavorecidas, se convirtió en el destino de una clase privilegiada que huía de los inconvenientes de la ciudad histórica[2] y de sus bolsas de marginalidad. El urbanismo (sistema), de ese modo, introdujo las bases para aislar a las personas (partículas) en grupos cerrados y homogéneos.
Y bien, ¿Qué sucede cuando las microciudades formadas en la periferia resultan extremadamente homogéneas?
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“La entropía alcanzará un máximo cuando toda la energía del universo esté perfectamente igualada; a partir de entonces no ocurrirá nada porque, aunque la energía seguirá allí, no habrá ya ningún flujo que haga que las cosas ocurran”. (Isaac Asimov)
Pero ese “no ocurrir nada”, trasladado al ámbito urbano, provoca un estado de esquizofrenia progresivo. En este sentido resulta ilustrativo el caso de “Celebration”, la ciudad creada por Disney en Florida para un perfil muy determinado de habitantes, en la que todo estaría bajo control, no habría espacio para la sorpresa y, evidentemente, tampoco para el conflicto. En seguida tuvo un sorprendente éxito, casas pintorescas, espacios verdes paradisíacos, reglas tradicionales de convivencia impecables, vecinos inmejorables…finalmente daban con la fórmula de un mundo feliz. Se puso en marcha un mecanismo regulado matemáticamente por los mercados que ponía en valor el modelo entrópico. No habría diferencias, no habría imprevistos.
Pero del mismo modo, “Celebration” no estaba preparada para la sorpresa. Catorce años después de su fundación, se produjo un asesinato y un suicidio. Bastó un solo incidente para poner en crisis un sistema que no estaba preparado para situaciones de infelicidad, y se desmoronaron los sueños de una realidad sin conflictos. Resulta imposible no establecer una conexión con aquel relato de Italo Calvino, en el que una ciudad fundada por los sabios, armónica y en conjunción con los astros, derivaba al final en la ciudad de los monstruos[3].
La uniformidad, como hemos visto, ha sido impuesta a través de diferentes mecanismos, siendo muchos de ellos tendentes a la supresión del espacio público. Un ejemplo extremo lo encontramos en la aparición del la ciudad análoga[4], en la que una red de pasarelas y conductos peatonales permiten la conexión controlada e hipervigilada de los flujos ciudadanos, que evitan las acciones imprevistas del espacio público. Estas estrategias, presentes en varias ciudades americanas (Minneapolis, Houston, Montreal) y asiáticas (Dubai), materializan, algunos años después, el anunciado fin de la calle.
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“Nuestro universo se convierte en una realización entre miles de alternativas plausibles que no tuvieron lugar”. (Prigogine)
En los años setenta del siglo pasado, fueron los situacionistas, de nuevo en París, los que se enfrentaron a este modelo de ciudad homogénea desde un punto de vista crítico. Se produjo un esfuerzo por alterar las leyes de la monotonía, por crear cortocircuitos urbanos de modo que pudieran reactivarse los flujos metropolitanos. A través de las derivas el habitante encontraba instrumentos de rebelión a través de pequeñas acciones subversivas. Se generaba así una segunda ciudad, discontinua e inconexa, pero a su vez, sorpresiva y espontánea. El caminar, en este caso el vagar, era considerado una práctica capaz de alterar el orden urbano, un modo de reivindicar la capacidad de ser libre. En este caso, es el azar (creativo) el elemento que contrarresta la disipación de la energía.
Sin embargo, esta subversión no ha sobrevivido a la maquinaria de la ciudad del consumo, definida por sistemas clonados y por la veloz pérdida de personalidad del territorio. La invasión de la publicidad, de la globalización o de los procesos de branding han ido eliminando los vínculos entre un ciudadano desubicado y un territorio impersonal. La ciudad genérica ha igualado las diferencias entre los diversos lugares. El tiempo ha devorado al espacio. La velocidad ha ido suprimiendo divergencias y particularidades en los, ya imparables, procesos de urbanalización [5].
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“ …a mayor entropía, corresponde mayor probabilidad”. (Boltzman)
Paralelamente, continúa diciendo el ámbito científico, este transitar hacia la uniformidad, aumenta el desorden. Por un lado se encuentra los movimientos naturales de las partículas, libres y aleatorios; y por otro, un esfuerzo artificial para restaurar el orden. La entropía esconde, en este sentido, una medida del caos. Ahora bien, cuanto más aumenta el desorden, disminuye la posibilidad de que suceda algo no probable. En este caso, la metáfora es cruel.
En toda esta confusión, la ciencia introduce el concepto de probabilidad, de una pluralidad de futuros no determinista, que presenta una vía de escape frente a un universo autómata[6], un mundo en construcción en los que “la inventiva y la creatividad encuentran su lugar de forma natural”. En este caso, los sistemas abiertos fluctúan hasta acercarse a “puntos críticos de inestabilidad (o bifurcación)[7]”, modificando la estructura mediante las sucesivas elecciones. Algo similar sucede en las ciudades que altera ese proceso entrópico, que transita sobre los márgenes de las leyes naturales a través de pequeñas revoluciones cotidianas[8], silenciosas, casi invisibles, que sin enfrentarse a ellas, las adoptan de un modo imprevisto y, por tanto, las alteran. Es lo que De Certeau llama “el murmullo de las sociedades” en el que las partículas son capaces de establecer tácticas que desbordan y modifican los sistemas.
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“Lo legal y reversible es una extrema rareza en el mundo físico”. (Prigogine)
Históricamente el ciudadano ha configurado el tiempo para crear relatos que le permiten subjetivizar la realidad. Establece de ese modo, un dominio sobre un universo por él creado, una ficción sustitutoria de lo real, una representación. Estas ficciones, lejos de pertenecer al ámbito de lo irreal, constituyen una versión analógica del mundo, una herramienta de interpretación. Y es esa frontera difusa entre lo lógico y lo analógico, la que abre un espacio para el disenso, a la incertidumbre y a la probabilidad. Y si bien el equilibrio se lograría mediante introducción de unidades de desorden en un sistema, los gobiernos escenifican una presión regulatoria a través de “ordenanzas” (cívicas) para contrarrestar la anarquía de lo cotidiano. Una obsesión por el dominio y lo normalizado, una predisposición por evitar lo imprevisto, que en los casos más extremos, anulan también el flujo energético, y consigue el sueño entrópico: un lugar donde no sucede nada, donde no hay espacio para lo improbable.
[1] Borges, Jorge Luis. Historia de la eternidad. Alianza editorial, 1996.
[2] En la presente edición de la Bienalle di Architettura di Venezia, Andrés Jaque ha sido galardonado con el León de Plata al mejor proyecto de investigación, por su propuesta “Sales Oddity”, en la que analiza la estrategia transmediática urdida por Silvio Berlusconi para crear una ciudad periférica, una ciudad alternativa en las afueras de Milán, capaz de acoger y recualificar a las clases selectas milanesas.
[3] Calvino, Italo. “La cittá e il celo.4” en La cittá invisibile. Mondadori, 1993.
[4] Boddy, Trevor. Underground and overhead: building the analogous city. Hill and Wang, 1992
[5] Muñoz, Francesc. Urbanalización. Paisajes comunes, lugares globales. Gustavo Gili, 2010.
[6] Prygogine, Ilya. “Pluralidad de futuros y fin de las certidumbres”. El País, 14/10/1998
[7] Escohotado, Antonio. Caos y orden. Espasa, 1999.
[8] De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. Universidad Iberoamericana, 2010